El Hombre Que Tuvo Todo
El Hombre despertó una mañana de octubre y miró el techo de la habitación por largo tiempo. No quería decidir qué ponerse ni qué comer. No quería manejar en esta ciudad ni cortar el jardín ni cambiar el bombillo de la sala ni arreglar el aire del cuarto del más grande. No quería inventar excusas para quedarse en casa. No quería más lonjas de sushi ni más series de Netflix ni más cortes de Wagyu. No quería filas de banco ni brunches ni Happy Hours. No quería selfies ni soft openings ni ventas de pasillo. No quería Black Fridays ni salas VIP ni asientos en primera a ciudades que resultaban la misma ciudad. No quería conversaciones recicladas ni posts de Instagram ni reminders de Facebook.
Lo que quería —lo que necesitaba— era tiempo para buscarse, para pensar, para estar en silencio. Tiempo para cerrar los ojos y no ver nada.
Se puso los jeans y la más gastada de sus camisas. Abrió la gaveta y sacó la nueve milímetros. En algún lugar de la ciudad más tarde la descargaría. En pocas horas estaría en una celda sucia, pequeña, oscura, vacía: un lugar donde finalmente sería libre.